LYANNA
Desde
que llegara la noticia de la muerte de Rhaegar en el Tridente, Lyanna era un
alma en pena. Lo único que le daba sentido a su vida era el bebé que crecía en
su vientre, fruto de su amor. Se obligaba a comer sólo por alimentar al niño,
porque ella no sentía hambre y sólo deseaba dejarse morir. Su rostro estaba
demacrado, con los ojos enrojecidos de tanto llorar los últimos meses. Era
paradójico pensar que, mientras ella se consumía por dentro, su cuerpo
engordaba cada vez más. «He de ser fuerte por ti y por él», le decía a ese pequeño ser. Calculó que el momento del alumbramiento debía estar próximo, pero
aún quedaban unas semanas para que llegara. Estas cosas no eran exactas, así
que era mejor estar prevenida, aunque en el desolado paraje donde se encontraba
iba a ser difícil dar con un maestre o alguien que pudiera atenderla en el
parto. «Soy una loba del Norte, no tengo miedo, pariré sola si es preciso.»
Repetía esas frases una y otra vez con el fin de creerlas y de hacerlas
verdaderas.
Se
incorporó en el lecho, esa cama que de nuevo era enorme para ella sola.
Acarició las sábanas del lado en el que solía dormir Rhaegar. Allí reposaba la
corona de rosas azules que hizo antes de la muerte de su amante y de la que no
se separaba desde entonces. Otra vez notó ganas de llorar. ¿Cómo era posible
que aún le quedaran lágrimas? Se las enjugó y respiró hondo, mientas que se
levantaba para salir al balcón. El cuerpo le pesaba mucho y los pechos estaban
muy hinchados y doloridos. Fuera hacía calor, allí siempre lo hacía. Podría
haberse acostumbrado a vivir en Dorne si Rhaegar estuviera con ella, pero sola…
¿Qué habría ocurrido tras su muerte? No conocía la situación de la guerra, si
Robert o Ned estaban vivos. ¿Por qué no venía nadie a buscarla? Los capas blancas
tampoco sabían nada y seguían allí guardando a Lyanna, tal y como el difunto
Rhaegar les había ordenado.
Se apoyó en la
balaustrada del balcón y miró hacia abajo. La altura era considerable. Un
cosquilleo le recorrió las piernas y le subió al estómago… Se sentía atraída
por el abismo. «Estoy perdiendo la cabeza. No quiero morir. Quiero ver el
rostro nuestro hijo.» Entró de nuevo en la habitación para vestirse y bajar a
comer algo. Cuando se disponía a quitarse la camisola con la que dormía, un
dolor intenso le atravesó la parte baja del vientre y la hizo doblarse hacia
delante. Reprimió un grito y se mordió el puño. «No, por favor, es pronto,
ahora no…» El dolor paró y le dejó una sensación de adormecimiento en esa zona.
A lo mejor era una falsa alarma. Cuando ya creía que no volvería, el pinchazo
se repitió. Se recostó en la cama, intentando hacerse un ovillo, pero la
abultada barriga se lo impedía. El dolor era cada vez más continuo. «Dioses,
protegedme, no permitáis que le ocurra nada a mi bebé. Es pronto, es pronto…»
Se levantó para dirigirse a la puerta, buscando a alguien que la auxiliara. De camino notó un chorro
caliente recorrerle las piernas y un charco se formó a sus pies. Con mucho
esfuerzo alcanzó el picaporte y consiguió salir. En el pasillo estaba Ser
Arthur Dayne, que se asustó al ver el estado de Lyanna, que decía «Ayuda, por
favor, el niño viene, me duele mucho y…» No consiguió terminar la frase. Cayó
desplomada sobre agua y sangre, mucha sangre.
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